Algún aragonés no tomó lejanas tierras
ni se evacuó por el Ebro.
La maleta no se fue consigo, ni fue su única compañera.
No se fue, ni cantó una albada al que se iba.
Ni dejó caer un pañuelico sobre su mejilla
pero su voz ruge en el adiós y se pierde.
Alguno dirá que la suele encontrar en el reino de los Mallos,
o en la fortaleza que rodea el ibón de Estanés,
o entre el polvo de un fortín en la Ribera Baja.
Alguno dirá que llegó a los confines del delta,
o a las lineales avenidas del undécimo distrito de Massachusetts,
o al desgastado colorido del bazar más grande de la ciudad de Rawalpindi.
Pero su voz también ruge en el adiós.