martes, 4 de marzo de 2008

Una de esquíes en Panticosa

El pasado fin de semana del 22 al 24 de febrero estuve alojado en Panticosa. El viaje de ida lo pasé en el coche de Juan que esta vez, estuvo moderado, junto a Teresa y Elena. En mitad del viaje hicimos un parón para repostar en una de las estaciones de servicio que resultó ser el paraíso par los que hacen de las magdalenas una delicia para su paladar. En el local había gran variedad ellas; de chocolate, con fresas, con miel o en forma de torrija.
La travesía no se hizo tan larga como pensaba y no tardamos en desvelar las enormes siluetas que serpenteaban sobre el cielo azul marino de una noche de febrero.
Al rato llegamos y tras las indicaciones de Ana y Chemi pudimos encontrar nuestro alojamiento: un piso en una urbanización nacida de entre ladera oeste de Panticosa. Cansados recenamos según la norma monástica que fue interrupida tras la llegada a nuestros estómagos de un suave Lambrusco.
Luego acudimos a nuestras literas como soldados después de una marcha de 5 horas.
A la mañana siguiente, nos preparamos y nos fuimos a la estación de Panticosa a esquiar. Tras el alquiler de material nos reunimos con Marisa, rodeada por su tropa. El día se presentó inmejorable lo que nos hizo a algunos de nosotros aligerarnos de ropa. La mañana en cuanto a la práctica del esquí fue un poco dispar. Juan, Chemi y yo nos fuimos a pistas más arriba, las cuales, tuve que abandonar tiempo después puesto que no saqué a relucir mi única experiencia de hace unos 10 años, cuando acudí con los amigos del Instituto. Humillado tuve que coger el telesilla y volver a las otras. Busqué al resto pero sólo me encontré con Tamara, una compañera de trabajo, que yacía al sol cansada de caerse: era su primera experiencia. Al final los encontré y nos fuimos a comer. Tras la comida, me fui con la gente prudente y una vez tras otras fui subiendo y bajando hasta que al final mis piernas hicieron memoria y se supieron manejar incluso mejor que hace 10 años.No tardaron en llegar Juan y Chemi que volvieron a tentarme y me fui con ellos por pistas inpracticables manejándome, esta vez con gran soltura y cierta prudencia que al final me hizo desistir del último gran reto, una empinada cuesta que pasaba por muy debajo de la estación, así que esquíes al hombro me armé de paciencia saliendo de pista marcada, pero no de las pistas, para no toparme con nadie, y llegué al remonte de la siguiente pista, donde Ana permanecía esquiando. Tras unas venidas y desvenidas acabé al final por tumbarme al sol y relevar a Teresa del cuidado de las mochilas para que puediese estirar las piernas junto a Juan. Entonces, dejé que el los rayos de sol inundasen mi rostro cansado.
Pasó un tiempo y el resto volvió, por lo que tuvimos que recoger el material y subir al telesférico que nos propinó una impresionante visión de aquel mundo extraurbanita, mezcla de idealización y de belleza.
Tras dejar todo en su sitio, unas duchas reconstitucionantes , un solo de gaita frente a los Pirineos y unas partidas de cartas que trajeron polémica a la mesa, acudimos a Jaca de cena. Tras un gran voltio y berenjenal encontramos un sitio que llenase nuestros estómagos hambrientos. El argentino que atendió a nos, nos recompensó con un poco de su paciencia. Lo mejor para mí fue el salmón ahumado en tapa. Cansados nos volvimos a casa de Ana. En mi caso la subconciencia ya estaba haciendo efectos en mi conciencia así que en el coche de Juan eché la primera cabezada de la noche. La segunda fue en la litera y la tercera en el salón como medida preventiva a los ronquidos de Juan y mi estómago con ganas de juerga. A la mañana siguiente plegamos todo y nos fuimos a Zaragoza; pudiendo disfrutar, de nuevo, de la conducción de Juan y de la visión del paraíso de las magdalenas. El stop se hizo en Arguís, en donde, las casas atrayeron nuestras miradas. Una mirada diferente para un fin de semana diferente.